Se cumplen 24 años del descubrimiento de una de las momias más antiguas conocidas, cuya conservación es tan buena como fortuita. Ötzi en el momento de su muerte, a los 46 años
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El 19 de septiembre de 1991, dos alpinistas alemanes encontraron un cadáver sin identificar en los Alpes. Como reveló el análisis posterior del cuerpo, este individuo de origen italiano había sido asesinado. El asunto no pasó a la Policía porque cualquier delito existente ya había prescrito: el pobre Ötzi había muerto hacía más de 5.000 años.
Así se descubrió la momia natural más antigua de Europa, perteneciente a la Edad de Cobre (3.300 a.C.), y conservada de forma excepcional debido al frío extremo de los Alpes italianos. Las investigaciones llevaron siete años, y el análisis genético determinó que Ötzi era intolerante a la lactosa, tenía problemas cardiovasculares, artritis, caries y parásitos. Su edad era de 46 años, bastante avanzada para la época. Todo un torrente de información sobre una época poco conocida que debe agradecerse a uno de los mayores enemigos del crecimiento bacteriano: las temperaturas bajo cero.
¿Cómo es posible que unos restos de más de 5.000 años no sólo no hayan desaparecido sino que todavía conservaran restos genéticos? La respuesta se encuentra en la momificación, un proceso en este caso natural que también puede llevarse a cabo mediante embalsamiento y que tiene como resultado la conservación extrema durante un tiempo prolongado mucho más allá de la muerte. Sea intencional o no, el resultado es el mismo: la putrefacción natural que lleva a la destrucción de tejidos tras la muerte hasta la desaparición de cualquier resto orgánico, es ralentizada al máximo, hasta el punto de casi detenerse.
Si la vida consiste en mantener unas condiciones internas constantes, con independencia de cómo varíe el exterior (homeostasis), la muerte es el fin de esa separación y la homogenización del interior con el medio. En cuanto el corazón deja de latir, una serie de procesos comienzan a degradar el cuerpo. La temperatura corporal se equilibra con la ambiente, lo que provoca que la sangre se acidifique y aumente el CO2. Esto rompe las células, que liberan sus enzimas: el cuerpo comienza a digerirse a sí mismo.
En las horas siguientes a la muerte, los miles de billones de bacterias que viven en nuestro aparato digestivo comienzan a darse un festín
Además, los miles de billones de bacterias que han formado parte indisoluble del aparato digestivo comienzan a devorar a su antiguo dueño mientras secretan putrescina y cadaverina, dos compuestos orgánicos cuyo nombre permite imaginar a la perfección el olor provocado. Al final, sólo quedan los huesos que, con tiempo suficiente, también se convierten en polvo. En el caso de Ötzi, estas fuerzas actúan de forma mucho más limitada.
Bacterias en la nevera
Los microorganismos pueden resistir gran variedad de situaciones pero, en general, no llevan bien las temperaturas extremas. Aquellos extremófilos denominados sicrófilos pueden crecer en ambientes por debajo de los 0ºC, toda una hazaña para una bacteria que debe evitar a toda costa que el líquido de su interior se congele (algo que seres más complejos evitan gracias a gruesas capas protectoras y a estufas internas). Estos diminutos seres lo consiguen mediante sustancias que reducen considerablemente el punto de congelación del agua... aunque todo tiene un límite.
Una cosa es poder crecer a temperaturas bajo cero y otra muy diferente es hacerlo bien: con el frío suficiente este crecimiento se encuentra prácticamente detenido, un factor clave en la conservación de alimentos. En realidad todo es cuestión de tiempo: Ötzi, a pesar de su asombrosa conservación, se encuentra notablemente deteriorado. Nada puede impedir la putrefacción, sólo detenerla. Los ambientes extremadamente secos sin humedad tienen un efecto momificador similar al frío.
Las bacterias que son capaces de crecer a temperaturas bajo cero deben evitar que el líquido de su interior se congele
Tal es el efecto conservador del frío que otras momias mucho más jóvenes que Ötzi muestran un aspecto inquietante debido a su antigüedad. Es el caso de los niños de Llullaillaco, otro ejemplo de momificación involuntaria. Estos tres menores de quince, siete y seis años, de origen inca, fallecieron hace unos 500 años en Argentina. La muerte fue debida a un sacrificio ritual en el que las víctimas se dejaban a su suerte en la naturaleza, por lo que la conservación es casual.
Fueron encontrados a casi 7.000 metros sobre el nivel del mar, en la cima del volcán Llullaillaco. "Parecen dormidos", afirmaron los sorprendidos descrubidores ante el excelente estado de conservación. Curiosamente, igual que los alimentos congelados se estropean más rápidamente al sacarlos del frigorífico, algo similar sucede con estas momias. En el caso de los niños incas, los posteriores desplazamientos han provocado que su destrucción se acelere, hasta el punto de que algunos expertos aseguran que han sufrido más daños en una década que en cinco siglos. El motivo: la destrucción de los tejidos que provoca la congelación favorece que las bacterias puedan darse un festín con mayor velocidad. Lo que el frío da, también lo quita.
Nota : pongo estos tres refranes para que el lector tenga cuidado con lo que lee. Es muy facil manipular a la gente, todo el cuidado es poco. Hay que CUESTIONARSE lo que se lee, CONTRASTARLO y luego CADA UNO DEBE LLEGAR A SUS PROPIAS CONCLUSIONES.
** Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. **
** Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. **
** Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo INTERESANTE, según mi criterio). **
** Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. **
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Mandíbula humana de 2,8 millones de años encontrada en Ledi-Geraru (Etiopía). Su nombre cientifico es LD350-1. / BERNARDO PÉREZ (EL PAÍS)
El 29 de enero de 2013, en una colina perdida en las tierras bajas de Etiopía, alguien gritó:
–¡He encontrado un hombre!
–¿Qué clase de hombre? –preguntaron desde abajo.
–¡El homínido, el homínido!
El descubrimiento, más o menos fortuito, puede cambiar para siempre lo que sabemos de los albores del género humano. Ese “hombre” es realmente una mujer, y probablemente el miembro más antiguo de nuestro propio género, el Homo. Sus restos datan de un periodo totalmente oscuro hasta ahora. No se conocen fósiles humanos de aquel tiempo que expliquen por qué homínidos anteriores desaparecieron sin dejar rastro, ni cómo, cientos de miles de años después, surgieron los primeros humanos en esta zona de África. El pequeño fósil hallado aquel día de enero y presentado públicamente en marzo de este año puede resolver por fin el misterio.
Un conservador estudia la mandíbula en los laboratorios del Museo Nacional de Etiopía. /BERNARDO PÉREZ
Durante una tarde del pasado agosto, dos hombres bajan de un ajado Toyota Land Cruiser blanco y se dirigen al lugar del hallazgo. Han cruzado kilómetros y kilómetros de tierra yerma siguiendo una pista engañosa que aparece y desaparece sin dejar rastro. Antes, todavía en la carretera, cerca de la ciudad de Mille, lo más llamativo es la kilométrica cola de camiones parados que llegan desde Yibuti y causan enormes embotellamientos. Esperan con los motores en marcha, a temperaturas abrasadoras, para pasar la aduana, donde dicen que el ejército tiene un escáner de rayos X para combatir el contrabando y el terrorismo. Tras una cruenta guerra civil con Eritrea, Etiopía se quedó sin salida al mar, y esta vía que atraviesa la desértica región de Afar camino de la capital, Adis Abeba, es la principal ruta de entrada de mercancías. Numerosos contenedores, ruedas y camiones reventados jalonan las cunetas.
Cuando el coche no puede seguir por la pista, los dos hombres continúan a pie por el cauce de un arroyo seco en el que solo crecen unos pocos árboles y arbustos. Sus espinas son tan duras que atraviesan la suela de las zapatillas. En ambas orillas hay cabras y camellos muertos achicharrados por el sol, testigos de la preocupante falta de lluvias que castiga estos días la región de Afar. Tras rebasar un alto, se detienen ante una colina alargada de tierra parda en la que resaltan multitud de piedras blanquecinas de todas las formas posibles. Al acercarse se ve que la mayoría son fósiles. Dientes de papión, colmillos de elefante, mandíbulas de hipopótamos, huesos de búfalos, jirafas, ungulados… Hay tantos que los pastores los usan para construir apriscos para proteger a sus cabritos de las hienas.
Mohamed Ahmedin, de 60 años, un hombre bajito escondido detrás de una gorra verde y unas enormes gafas de ver, es guía oficial del Gobierno regional de Afar y lleva años viajando con los equipos científicos, la mayoría estadounidenses. Él mismo es un buen cazador de fósiles y dice haber hallado incluso restos de homínidos, aunque rara vez le dan crédito por ello, asegura. El otro hombre se llama Ali Yasen, es pariente de líderes afar de la zona y también trabaja para los paleoantropólogos estadounidenses. Una vez en la cima, Ahmedin señala un montoncito de fósiles de elefante y otros animales: “Aquí fue donde lo encontraron”, dice. Alrededor se divisa una zona de colinas peladas que parece de otro planeta. Su nombre es Ledi-Geraru.
Estamos en la cuenca del río Awash, probablemente el mejor lugar del mundo para entender cómo nos hicimos humanos. Las aguas marrones del cauce pintan una franja de vegetación en medio de un territorio árido, abrasador durante el día y la noche. En la orilla oeste viven los afar, pastores que habitan en aldeas de unas pocas cabañas de paja, usan móviles 3G y defienden celosos su territorio a punta de cuchillo y de Kaláshnikov cuando es necesario. Al otro lado están los isa, con los que los afar llevan enfrentados cientos de años por pastos y agua para sus vacas, cabras y camellos, igualmente escuálidos a estas alturas de año.
Unma caravama de camellos atraviesa la zona de Lee Adoyta, donde en enero de 2013 un estudiante descubrió la mandíbula. / ERIN DIMAGGIO/PENN STATE UNIVERSITY
En unas decenas de kilómetros, a ambas orillas del río, hay yacimientos que permiten recorrer más de cinco millones de años de evolución y presenciar, a través de los fósiles, cómo surgieron cada uno de los atributos que nos hacen humanos. Hasta ahora se pensaba que este género apareció en África hace unos 2,5 millones de años. El grupo dio lugar a un importante número de especies, ensayos evolutivos más o menos exitosos de los que, actualmente, solo quedamos vivos los Homo sapiens.
¿Qué define a un ser humano? Andar sobre dos piernas, por ejemplo. Pues aquí, hace 5,8 millones de años, vivió el Ardipithecus kadabba, que ya era capaz de caminar erguido unos tres millones de años antes de que apareciese el primer Homo. Usar herramientas también parece muy humano. En Dikika, en la orilla este del Awash, vivieronAustralopithecus afarensis que usaban piedras afiladas para cortar carne y obtener un alimento que muchos creen clave para el desarrollo de un cerebro cada vez más grande. Eso sucedió hace más de tres millones de años, unos 500.000 antes de los primeros humanos.
Lucy es el A. afarensis por antonomasia. Es el esqueleto bastante completo de una hembra que pesaba unos 30 kilos y medía un metro de alto. Vivió en Hadar, una zona de Afar, hace 3,2 millones de años. Era muy parecida a un chimpancé salvo por otro atributo muy humano: sus caderas y piernas eran ya muy diferentes y le servían para andar erguida.
Un ejemplar de 'Theropithecus gelada', un primate que vive en las praderas de alta montaña del centro y norte de Etiopía. / BERNARDO PÉREZ
Un mediodía de agosto, Mohamed Ahmedin ejerce de guía hasta el lugar donde encontraron a Lucy. Para llegar hay que bajar por la cresta de una colina de color gris de las muchas que dominan el paisaje, con el río Awash al fondo. En las laderas, de unos 200 metros de alto, pueden verse perfectamente los diferentes estratos de terreno que abarcan más de medio millón de años. En el lecho seco de otro riachuelo, con un calor de horno, vuelven a aparecer colmillos de elefantes, restos enormes de búfalos o patas de hipopótamos saliendo de la tierra como si alguien los hubiera clavado allí. En la cima de una colina hay un pequeño monumento que señala el sitio donde, en 1974, un equipo dirigido por el estadounidense Donald Johanson encontró el esqueleto, que recibió su nombre por Lucy in the Sky with Diamonds, de los Beatles.
Después de Lucy, la evolución de los homínidos entra en un túnel totalmente oscuro. Al otro extremo, de nuevo en la luz, de nuevo en Hadar, unos 700.000 años después, los A. afarensis han desaparecido sin dejar rastro. En su lugar aparece el Homo habilis, hasta ahora considerado el primer miembro del género Homo. Su principal atributo son unas manos mañosas capaces de fabricar herramientas de piedra, también encontradas en Hadar. A partir de entonces, el árbol de la humanidad florece con nuevas especies y atributos. Por ejemplo, un cuerpo con proporciones muy similares a las actuales y cerebros de tamaño creciente, como el del Homo erectus, el primer humano que salió de África. Mucho después, también en el valle del Awash, los primeros miembros de nuestra propia especie (Homo sapiens) vivieron aquí hace unos 160.000 años. Hace unos 70.000 años, esta especie, ya con lenguaje y capacidad para crear arte, adornos, símbolos…, dejó África y se esparció por el resto del mundo. Todos los humanos actuales somos sus descendientes.
Excavaciones en la colina de Ledi-Geraru / BRIAN VILLMOARE
La gran pregunta es qué pasó dentro del túnel. ¿Venimos los humanos realmente de la estirpe de Lucy? ¿Qué cambió en Afar para que nuestros posibles ancestros australopitecos quedasen barridos y apareciese el nuevo género Homo, con rasgos muy diferentes? Es el mayor misterio de esta historia o, al menos, lo fue hasta el día 29 de enero de 2013.
“Estábamos explorando un lugar llamado Lee Adoyta y allí me encontré con una colina”, recuerda Chalachew Seyoum, un paleoantropólogo etíope que estudia en la Universidad Estatal de Arizona. Al llegar a la cima vio un molar asomando de la tierra. “Cuando lo miré de cerca vi que estaba intacto e incrustado aún a un trozo de mandíbula. Después encontré el resto de la mandíbula y vi que encajaba a la perfección con el otro fragmento. Desde el primer momento supe que era un fósil importante”, recuerda.
BERNARDO PÉREZ
Lo mejor que le puede pasar a un paleoantropólogo es que los animales se caigan muertos cerca de la orilla de un río o un lago y haya una crecida de agua de forma casi inmediata. El cadáver quedará pronto cubierto por el barro y las piedras arrastradas por la corriente. Si hay suerte, quedará así durante millones de años y la materia orgánica será sustituida poco a poco por minerales hasta producir un fósil.Lo primero que hacen los cazadores de restos humanos es datar la edad geológica de los terrenos, y una vez que se encuentra el periodo deseado hay que buscar una zona con laderas expuestas. “Las capas puramente volcánicas son inservibles para hallar fósiles”, explica Berhane Asfaw, subdirector del Awash Medio, el área de exploración paleoantropológica más amplia de todas las que existen en Afar. “Entre todos los terrenos, tienes que buscar sedimentos blandos depositados por antiguos ríos o lagos”, explica.
Una vez hayas encontrado una zona expuesta con este tipo de sedimentos, “debes conducir lo más rápido que puedas, caminar sin descanso y encontrar los fósiles justo cuando comienzan a quedar expuestos”, dice. Si hay suerte, como en el caso de Lucy o la mandíbula de Ledi-Geraru, debajo de la parte que sobresale habrá más huesos. En unos cinco o diez años, cualquier resto, por importante que sea, puede haberse perdido para siempre arrastrado por las lluvias, por eso en Afar los buscadores de fósiles trabajan en un continuo “estado de emergencia”, reconoce Asfaw.
Un exorcismo en Lalibela. / BERNARDO PÉREZ
De todas las colinas, montículos y sedimentos de Afar, los más codiciados son los que datan de hace entre 3 y 2,5 millones de años, el periodo oscuro del túnel. “Se piensa que entonces hubo un fenómeno conocido como disconformidad, es decir, que solo hubo erosión y no deposición de sedimentos, y sin sedimentos no hay fósiles”, explica Zeray Alemseged, sentado en una de las grandes salas de la tercera planta de un edificio nuevo, parte del Museo Nacional de Etiopía, en Adis Abeba. A su espalda hay una hilera de cajas fuertes de color crema a prueba de balas, fuego, agua, ancladas al suelo. Conservan a temperatura y humedad constantes todos los fósiles excepcionales que se han hallado en Etiopía desde el descubrimiento de Lucy.
Cuando aún no había cumplido los 30 años, Alemseged buscaba su propio territorio como paleoantropólogo. De todos los lugares eligió el más peligroso: una franja de sedimentos conocida como Dikika, en la orilla opuesta a Hadar y en pleno territorio isa. “Cuando conduje hasta allí en 1999, mi coche fue el primero en pisar la zona desde siempre”, asegura. El paleoantropólogo trabajó solo, como un hombre orquesta. “Era mecánico, cocinero, conductor, científico y, sobre todo, diplomático”. Para llegar y volver de Dikika había que cruzar territorio afar, así que los conflictos con ambas etnias, bien nutridas de fusiles soviéticos, eran constantes. Actualmente todo ha mejorado mucho y ha merecido la pena: Alemseged ha encontrado en Dikika a Selam, el excepcional fósil casi completo de una cría de tres años, de la misma especie que Lucy, pero que vivió unos 120.000 años antes. También ha demostrado que esta especie ya era humana en sentido amplio, pues manejaba herramientas para cortar carne. El límite entre lo que es humano y lo que no se difumina. “Qué es ser humano depende siempre del contexto”, advierte Alemseged.
Mohamed Ahmedin señala el lugar exacto en que se halló la mandíbula del humano más antiguo que se conoce / N. D.
A finales de julio sacaron a Lucy de su caja fuerte. Los restos fueron transportados en varios coches oficiales para que nadie supiera en cuál viajaba realmente. Todo el despliegue se hizo para mostrarle el fósil a Barack Obama, de visita en Etiopía. “Hasta le dejamos tocarlo con la punta del dedo”, recuerda Alemseged. Este paleoantropólogo etíope, que trabaja en la Academia de Ciencias de California, fue el encargado de explicarle al presidente por qué Lucy es tan importante para entender nuestros orígenes. “Este fósil muestra que todos los humanos actuales, incluido Donald Trump, estamos conectados y tenemos un mismo origen”, comenzó el paleoantropólogo, arrancándole una carcajada a Obama. Trump es el polémico candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, famoso por sus comentarios racistas y sexistas. Hace unos años exigió a Obama que presentase su partida de nacimiento para demostrar que era estadounidense. Un día después de ver el fósil, el 28 de julio, en su discurso en la sede de la Unión Africana, Obama nombró a Lucy y tradujo la idea de Alemseged a lenguaje políticamente correcto: “En este árbol de la humanidad, con todas nuestras ramas y diversidad, todos venimos de la misma raíz. Somos una misma familia, una misma tribu. Y aun así, gran parte del sufrimiento en este mundo se debe a que no recordamos esto y olvidamos cómo reconocernos a nosotros mismos en el otro”.
En 2002, otra cazadora de fósiles decidió buscar su propio territorio. Se llamaba Kaye Reed y llevaba excavando en Etiopía desde 1996, sobre todo en la zona de Hadar. La estadounidense decidió centrarse en Ledi-Geraru, donde esperaba encontrar fósiles del periodo oscuro, pero solo halló huesos de la especie de Lucy. No se rindió, y pasó una larga década explorando la zona, de unos mil kilómetros cuadrados, analizando la geología, perforando el terreno, intentando encontrar “un pequeño parche de tierra con fósiles”. Finalmente, en 2012, encontró aquella colina parda donde había sedimentos del periodo apropiado donde apareció por fin el fósil. El hueso mineralizado se embaló cuidadosamente y se envió al Museo Nacional. Ni siquiera los encargados de su cuidado y reconstrucción supieron lo que tenían entre manos. “Solo nos lo dijeron unos días antes de la gran conferencia de prensa que habían organizado”, explicaba hace unos días Yared Assefa, conservador del Museo Nacional, que comenzó a reconstruir y limpiar el fósil en 2014.
En la cuenca del río Omo conviven algunas de las más emblemáticas tribus de África. /BERNARDO PÉREZ
El secreto se levantó el 5 de marzo de 2015. En un estudio publicado en la revista científica Science, una de las más prestigiosas del mundo, el equipo explicaba que la mandíbula tenía 2,8 millones de años y era de Homo, por lo que el origen de nuestro género se retrasaba unos 400.000 años en el tiempo. La mandíbula y los dientes de aquel homínido presentaban una extraña mezcla de rasgos, como si estuviese en plena metamorfosis. Por un lado había parecido con Lucy, por otro anticipaba ya rasgos únicos de los otros Homo que surgirían varios cientos de miles de años después. Según muchos expertos de dentro y de fuera del proyecto, este fósil está en el lugar y el momento adecuado para explicar cómo una especie no humana dio lugar a nuestro género.
A juzgar por el tamaño de los dientes y la mandíbula, parece que el “hombre” de esta historia es realmente una mujer, explica Kaye Reed, al teléfono desde su despacho en la Universidad Estatal de Arizona. “Aunque aún es pronto para estar totalmente seguros”, añade. Muchos miembros de su equipo creen que es una nueva especie y que probablemente desciende de la de Lucy, los Australopithecus afarensis. La idea tiene fundamento científico y también geográfico: la cuna de Lucy en Hadar y Ledi-Geraru están a unos 30 kilómetros en línea recta.
Etiopía, una arcadia desconocida. / BERNARDO PÉREZ
Reed aporta otro argumento a favor de Ledi-Geraru como cuna de la humanidad. “Los primeros bípedos, como los Ardipithecus, vivían en entornos muy arbolados, de bosque. Lo mismo sucede con los A. afarensis, que aún vivían en zonas con muchos árboles, tal y como indica el tipo de fauna hallada en el lugar. Ledi-Geraru, en cambio, data de una época de cambio climático y era ya un entorno completamente abierto, de praderas, ríos y lagos y con una fauna muy diferente a la de Hadar”, resalta. Se piensa que la adaptación a este nuevo entorno propició cambios claves en la evolución humana, como el consumo de carne y la fabricación de herramientas para arrancarla del hueso. “Hemos encontrado más dientes de este homínido cuyos detalles aún no hemos publicado y una de las cosas que queremos hacer es analizar su composición para saber cuál era exactamente su dieta”, detalla Reed. Por ahora, los hallazgos se quedan a un paso de la gloria absoluta. Para alcanzarla hace falta encontrar más restos, sobre todo de la parte superior de la cara y el cráneo, que puedan confirmar más allá de toda duda que se trata de una nueva especie. Lo que ya no se puede negar es que de repente se ha encendido una luz en medio del túnel más oscuro de la evolución humana.
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Un trozo de mandíbula puede cambiar para siempre lo que sabemos de nuestros ancestros Esta es la crónica de una aventura tras las huellas del origen del género ‘Homo’
Nota : pongo estos tres refranes para que el lector tenga cuidado con lo que lee. Es muy facil manipular a la gente, todo el cuidado es poco. Hay que CUESTIONARSE lo que se lee, CONTRASTARLO y luego CADA UNO DEBE LLEGAR A SUS PROPIAS CONCLUSIONES.
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El científico Lee Berger sostiene una réplica del cráneo del 'Homo naledi recién descubierto. /SIPHIWE SIBEKO (REUTERS)
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El umbral de la conciencia
Los visitantes del Museo de la Evolución de Burgos tienen la oportunidad de verse entre sus antepasados, en una sala circular bordeada por las reconstrucciones de las diferentes especies de nuestra genealogía. Rápidamente se dan cuenta de que hay dos tipos de personajes: los que podríamos describir como “chimpancés bípedos” porque son bajos, de piernas cortas, cabeza pequeña y cuerpo cubierto de pelo; y los que parecen “humanos” (o incluso “personas”), es decir, altos, de piernas largas, cabezas grandes y sin pelo en el cuerpo.
El fabuloso descubrimiento de la cueva llamada Rising Star, en Sudáfrica, ha proporcionado algo que podría ser el “eslabón perdido” entre los “chimpancés bípedos” (es decir, los australopitecos) y los “humanos” (Homo erectus, los de Atapuerca, y los neandertales). Ese lugar lo ocupaba antes la especie Homo habilis, pero se conocía mal. Rising Star conserva esqueletos completos de muchos individuos, y la fiesta no ha hecho más que comenzar.
El otro aspecto que llama la atención del hallazgo es la propia naturaleza del yacimiento. Se trata de una cámara reducida, al pie de una sima, que está muy dentro de una cueva. ¿Les suena? Sí, como la Sima de los Huesos de Atapuerca. En Rising Star no hay nada más, y en la Sima hay osos, pero se debe tener en cuenta que estos grandes animales, los únicos que invernan en las cuevas, no existen en Sudáfrica.
Excluyendo posibilidades -acción de carnívoros, trampa natural, catástrofe geológica- se han visto abocados los investigadores de ambos yacimientos a la menos esperada de las explicaciones: una acumulación intencional de cadáveres realizada por miembros de su misma especie. Un comportamiento funerario. Incluso en los perfiles de mortalidad se parecen Rising Star y la Sima de los Huesos: abundan los adolescentes y adultos jóvenes, los que tienen una probabilidad más baja de morir, los más fuertes.
La gran diferencia es que los humanos de la Sima tenían un encéfalo de un litro y cuarto de capacidad, en promedio, y los de Rising Star de medio litro. La pregunta inevitable que surge es esta: ¿habrían atravesado ya, con su pequeño cerebro, el umbral de la conciencia?
Juan Luis Arsuaga es codirector de las excavaciones de Atapuerca
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