Los pronósticos científicos recientes acerca del destino del universo, más allá de diversos matices y versiones, exhiben un mayoritario consenso respecto de aguardar una muerte térmica de escala cósmica, esto es: una disolución final de la armonía física universal, y la ulterior permanencia de una materia carente de estructuras capaces de generar vida. La cosmología plantea aquí un genuino desafío a la escatología, ya que ésta proclama, antes bien, una plenitud de alcance universal, cuando acontezca la resurrección escatológica de los muertos. En efecto, el Magisterio de la Iglesia presenta a la Segunda Venida como un acontecimiento que, aunque es meta-histórico, tendrá lugar a la vez en la historia tanto de la humanidad como del universo material en su conjunto. Así pues, en esta situación, no resultarían indiferentes los posibles escenarios cósmicos en los que tal consumación habrá de tener lugar. He aquí una verdadera superposición de ámbitos que plantea un estimulante debate. El Papa Juan Pablo II es, probablemente, el primer Pontífice que percibió esta aparente paradoja, refiriéndose al tema en una famosa carta al Director del Observatorio Vaticano en 1988. Por Claudio Bollini.
Presentaremos, a modo de ejemplo disparador, una nota periodística aparecida en el diario La Nación”, cuyo sugestivo título reza “El destino del universo es disgregarse”, publicada el 6 de noviembre de 2007 y firmada por Nora Bär. Recogiendo las implicaciones de esta reciente noticia, reseñaremos muy sucintamente el estado actual de la cuestión del futuro del universo en la cosmología científica. A continuación, cotejaremos estos datos con el pensamiento de Juan Pablo II, a fin de resaltar su vigencia, en particular en una carta que este Pontífice envió al director del Observatorio Vaticano. Concluiremos con algunas reflexiones personales que procuraran discernir caminos que encuentren la armonía entre ciencia y fe en su interacción en esta desafiante cuestión.
En la precitada nota “El destino del universo es disgregarse”, la redactora reseña que, a partir de las investigaciones (iniciadas en 1995) sobre un cierto tipo de estrellas (supernovas) situadas en “los confines del universo visible”, se concluyó “que el destino del universo es disgregarse en el infinito. Es más, las mediciones de los investigadores indicaban que el cosmos se estaba expandiendo a una velocidad cada vez mayor impulsado por una fuerza oscura que contrarresta la gravedad y surge de la nada”.
“Básicamente, los resultados de nuestras observaciones indican que el universo se expande hoy más rápido que en la época en que nació el sistema solar, y que los objetos se alejan a una velocidad proporcional a su distancia; es decir, que cuanto más lejos están, más rápido se alejan”, explica el argentino Alejandro Clocchiatti, miembro de uno de los grupos de investigación (High Z Supernova Search Team). Así pues, los científicos se encontraron con una sorpresa: “El universo no se desacelera ni mucho ni poco... sino que se acelera”.
“Llegará un momento”, prosigue Clocchiatti, “en que la velocidad de los objetos muy alejados se acercará a la velocidad de la luz. Sólo quedarán dentro de nuestro universo visible los objetos que están ligados a nosotros gravitatoriamente, nuestro vecindario cósmico”. Pero podría suceder algo aún peor: más allá de un escenario de “islas” aisladas en el espacio, esta aceleración cósmica disgregase “incluso el sistema solar y la Tierra misma”.
Ahondemos brevemente en esta referencia periodística.
Entropía y evolución del universo
Examinando los datos de la cosmología científica comprobamos, por un lado, que el universo se nos manifiesta como fértil: abierto, evolutivo y lleno de posibilidades para el desarrollo de la vida, con su proliferación de fuentes de energía. En efecto, dentro de su radio observable de unos 14.000 millones de años-luz, contiene unas 100.000 millones de galaxias (entre ellas, nuestra “Vía Láctea”), cada una de las cuales tiene a su vez unas 100.000 millones de estrellas. Cada una de estas innumerables estrellas constituye en sí misma la unidad generadora de energía por excelencia.
Simultáneamente, existe un proceso físico cuyo accionar parecería contradecir este panorama de universal fertilidad: Los cosmólogos pronostican una muerte térmica universal, a saber, el colapso de sus estructuras sustentadoras y generadoras de vida (tales como estrellas y galaxias), que culmina con la disgregación de las mismas unidades elementales de la materia estructurada (protones). Este oscuro escenario surge de la insidiosa acción de una fuerza llamada entropía (del griego “transformación”).
En el año 1865, Rudolf Clausius (†1888) formuló su famosa “Segunda Ley de la Termodinámica”. En su forma más sencilla, esta Ley afirma básicamente que el calor fluye desde una zona de mayor temperatura (o de mayor agitación energética) hacia una de menor temperatura. Dado que el flujo calórico es unidireccional, el proceso es irreversible en el tiempo. Como consecuencia, la entropía de todo sistema aislado crece, hasta que acontece por fin un equilibrio termodinámico, en el que las moléculas se encuentran distribuidas homogéneamente y tienen una temperatura uniforme.
Se dice que entonces el sistema alcanzó su máximo desorden, pues ya no existen estructuras organizadas sino una uniformidad indiferenciada. Analógicamente, resultan más ordenados unos libros clasificados alfabéticamente en una biblioteca que desparramados por el suelo.
Ahora bien, si el universo como conjunto se considera como un sistema cerrado (no existe nada fuera de él) entonces la 2ª Ley predice que la entropía global del universo siempre crece. Este movimiento implica una creciente tendencia al caos y la muerte: Sucede que, como consecuencia inevitable, el universo se verá finalmente desprovisto de su capacidad de generar energía, al no poder intercambiar trabajo entre fuentes de diferentes temperaturas; en ese momento, se convertiría en un lugar muerto y estéril. A este estado se lo conoce como la “muerte térmica del universo”.
Es cierto que además de la flecha entrópica es menester admitir otro proceso de sentido opuesto: la dirección del orden creciente del universo (o “neg-entropía”). Luego del “Big Bang” inicial, fueron plasmándose sucesivamente entes como quarks, átomos, moléculas, galaxias, estrellas, y, posteriormente, las encumbradas realidades de la vida y la conciencia. Han surgido, pues, sistemas progresivamente organizados. Sin embargo, el mantenimiento de estas estructuras vitales genera, a la par, entropía. Así pues, la entropía total del universo crecería aun cuando decreciera la entropía de un sistema en particular. (Volviendo a la analogía de los libros: mientras que existen una infinidad de modos de desparramar una colección de libros por el suelo en desorden, hay uno sólo en el que quedan ordenados alfabéticamente, y, por eso, es necesario invertir en esta tarea mayor trabajo e información).
En conclusión: La flecha de la entropía crece, mientras que la flecha de creciente organización, yendo a contracorriente, desaparece gradualmente.
Entropía y destino del cosmos
La progresiva e inexorable victoria de la entropía sobre la neg-entropía determina la evolución futura de las fuentes generadoras de vida, y, con ésta, el destino de la vida misma. Las estrellas, como principales unidades generadoras de energía, son las directas responsables de las manifestaciones vitales que conocemos. Su tiempo promedio de vida “fértil” oscila entre 10.000 y 15.000 millones de años. Durante esta etapa, las estrellas viven gracias a un sutil equilibrio entre la expansión, causada por la fuerza termonuclear que surge de la transformación del Hidrógeno (H) en Helio (He), y la contracción, producida por la fuerza gravitatoria. Cuando por fin se agote el H por haberse transformado totalmente en He, su temperatura superficial descenderá lentamente, y en su interior comenzará una nueva fusión nuclear (esta vez a partir del He residual de la etapa anterior), que hará que la temperatura interna aumente paralelamente.
La estrella romperá, al cabo, su equilibrio interno; el incremento de las tensiones superficiales ya no podrá ser contenido por la gravedad, y la estrella aumentará considerablemente de tamaño, mientras que su temperatura superficial descenderá, y su cuerpo virará al rojo. El desenlace final de la vida de la estrella dependerá decisivamente de su masa inicial: Puede terminar tanto pacíficamente, en un cuerpo opaco, de ínfima radiación, llamado “enana marrón” (tal será el caso de nuestro sol), como violentamente, en una explosión de supernova.
Las galaxias, en cuyo seno se producen las estrellas, también encontrarán un similar término. Su declinación comenzará dentro de 10.000 millones de años, cuando la mayor parte de las estrellas que hoy contemplamos haya desaparecido. Si bien, surgirán otras nuevas que ocuparán su lugar (en virtud de la contracción de las nubes de gas acumulados en sus brazos espirales), esta materia, al cabo, se agotará. Conforme vayan apartándose unas de otras, las galaxias consumirán todas sus reservas de gas para formar nuevas estrellas, y las antiguas se apagarán y morirán.
Finalmente, llegará el colapso de todas las estrellas en el interior de cada galaxia, dentro de unos 1.000 billones de años. Conforme el universo se expanda, estas menguantes galaxias irán diluyéndose gradualmente, apagándose y extinguiéndose.
En un futuro inconcebiblemente lejano, toda la materia organizada terminará finalmente por desaparecer: Los protones terminarán por decaer o desintegrarse (según las estimaciones más frecuentes, dentro de unos 10 elevado a 37 años), transformándose en un mar inconcebiblemente tenue de partículas disgregadas: fotones, neutrinos, y un número menguante de electrones y positrones, cada vez más alejados unos de otros. Éste sería el último y definitivo acto del cosmos.
La expansión acelerada del cosmos
Hasta hace unos pocos años los cosmólogos suponían que, por lógica consecuencia de la fuerza de gravedad (que actúa como freno a la velocidad de alejamiento de las galaxias), la tasa de expansión del universo se hallaba en constante disminución a partir del “Big Bang” que le dio nacimiento. Por eso, se creía que la cuestión de su destino dependía en gran medida de su cantidad total de materia (es decir, si la velocidad de expansión de las galaxias sería suficientemente rápida como para igualar o vencer la fuerza gravitatoria de la masa total existente). Desde hace ya décadas, los cosmólogos habían ya coincidido mayoritariamente en que el destino más probable era el de expansión indefinida.
Gracias al nuevo descubrimiento referido ya en la nota periodística inicial, este escenario pronosticado, lejos de verse refutado, se manifestaba más cierto y próximo de lo que se había supuesto inicialmente: Los astrónomos advirtieron no sólo que el universo se expandirá para siempre, sino que lo hará a velocidades siempre crecientes. Esto aceleraría aún más su proceso entrópico, aunque la incidencia en el acortamiento de los plazos previstos es aún por demás incierta.
Este aceleramiento se generaría gracias a la llamada “energía del vacío” o “energía oscura” que surge en el nivel cuántico de un espacio aparentemente vacío. En la medida en que el universo se expande, la materia se hace menos densa y la gravitación decrece; así, esta fuerza de repulsión cósmica termina por dominar, causando, en vez de la esperada desaceleración, una aceleración en la velocidad de la expansión. La energía oscura ha venido a constituir, pues, una contrafuerza de la atracción gravitatoria de la materia total existente en el cosmos (sea visible u oscura); aliada al impulso inicial del Big Bang, esta energía ganaría, al cabo, la partida.
Una teoría aún más reciente, conocida como “Big Rip”, asegura que si el universo contuviese suficiente energía oscura, la final consecuencia de su continuo accionar podría comportar no ya un alejamiento acelerado entre galaxias o estrellas, sino un desgarramiento (“rip”) liso y llano de toda la materia, que quedaría convertida en un mar de partículas subatómicas. Asimismo, esta aniquilación cósmica acontecería en un plazo mucho menor que el de las predicciones ya citadas: este estado último se alcanzaría “sólo” dentro de unos 20.000 millones de años (ver el artículo de 2003 en donde R. Caldwell, M. Kamionkowski y N. Weinberg propusieron por vez primera esta teoría: “Phantom Energy and Cosmic Doomsday”).
Más allá de las diversas hipótesis que están siendo elaboradas, las investigaciones actuales a partir de los datos recabados tienden a confirman la inevitable degradación de toda estructura cósmica, y, con ella, la imposibilidad de permanencia de la organización, la vida y la conciencia. Advendría de manera inevitable el “final” del universo; esto es, un hito luego del cual no cabe esperar ulteriores eventos físicos. No sería inadecuado calificar a este panorama, donde ningún suceso significativo alterará ya esa árida esterilidad, de “muerte eterna”.
En la precitada nota “El destino del universo es disgregarse”, la redactora reseña que, a partir de las investigaciones (iniciadas en 1995) sobre un cierto tipo de estrellas (supernovas) situadas en “los confines del universo visible”, se concluyó “que el destino del universo es disgregarse en el infinito. Es más, las mediciones de los investigadores indicaban que el cosmos se estaba expandiendo a una velocidad cada vez mayor impulsado por una fuerza oscura que contrarresta la gravedad y surge de la nada”.
“Básicamente, los resultados de nuestras observaciones indican que el universo se expande hoy más rápido que en la época en que nació el sistema solar, y que los objetos se alejan a una velocidad proporcional a su distancia; es decir, que cuanto más lejos están, más rápido se alejan”, explica el argentino Alejandro Clocchiatti, miembro de uno de los grupos de investigación (High Z Supernova Search Team). Así pues, los científicos se encontraron con una sorpresa: “El universo no se desacelera ni mucho ni poco... sino que se acelera”.
“Llegará un momento”, prosigue Clocchiatti, “en que la velocidad de los objetos muy alejados se acercará a la velocidad de la luz. Sólo quedarán dentro de nuestro universo visible los objetos que están ligados a nosotros gravitatoriamente, nuestro vecindario cósmico”. Pero podría suceder algo aún peor: más allá de un escenario de “islas” aisladas en el espacio, esta aceleración cósmica disgregase “incluso el sistema solar y la Tierra misma”.
Ahondemos brevemente en esta referencia periodística.
Entropía y evolución del universo
Examinando los datos de la cosmología científica comprobamos, por un lado, que el universo se nos manifiesta como fértil: abierto, evolutivo y lleno de posibilidades para el desarrollo de la vida, con su proliferación de fuentes de energía. En efecto, dentro de su radio observable de unos 14.000 millones de años-luz, contiene unas 100.000 millones de galaxias (entre ellas, nuestra “Vía Láctea”), cada una de las cuales tiene a su vez unas 100.000 millones de estrellas. Cada una de estas innumerables estrellas constituye en sí misma la unidad generadora de energía por excelencia.
Simultáneamente, existe un proceso físico cuyo accionar parecería contradecir este panorama de universal fertilidad: Los cosmólogos pronostican una muerte térmica universal, a saber, el colapso de sus estructuras sustentadoras y generadoras de vida (tales como estrellas y galaxias), que culmina con la disgregación de las mismas unidades elementales de la materia estructurada (protones). Este oscuro escenario surge de la insidiosa acción de una fuerza llamada entropía (del griego “transformación”).
En el año 1865, Rudolf Clausius (†1888) formuló su famosa “Segunda Ley de la Termodinámica”. En su forma más sencilla, esta Ley afirma básicamente que el calor fluye desde una zona de mayor temperatura (o de mayor agitación energética) hacia una de menor temperatura. Dado que el flujo calórico es unidireccional, el proceso es irreversible en el tiempo. Como consecuencia, la entropía de todo sistema aislado crece, hasta que acontece por fin un equilibrio termodinámico, en el que las moléculas se encuentran distribuidas homogéneamente y tienen una temperatura uniforme.
Se dice que entonces el sistema alcanzó su máximo desorden, pues ya no existen estructuras organizadas sino una uniformidad indiferenciada. Analógicamente, resultan más ordenados unos libros clasificados alfabéticamente en una biblioteca que desparramados por el suelo.
Ahora bien, si el universo como conjunto se considera como un sistema cerrado (no existe nada fuera de él) entonces la 2ª Ley predice que la entropía global del universo siempre crece. Este movimiento implica una creciente tendencia al caos y la muerte: Sucede que, como consecuencia inevitable, el universo se verá finalmente desprovisto de su capacidad de generar energía, al no poder intercambiar trabajo entre fuentes de diferentes temperaturas; en ese momento, se convertiría en un lugar muerto y estéril. A este estado se lo conoce como la “muerte térmica del universo”.
Es cierto que además de la flecha entrópica es menester admitir otro proceso de sentido opuesto: la dirección del orden creciente del universo (o “neg-entropía”). Luego del “Big Bang” inicial, fueron plasmándose sucesivamente entes como quarks, átomos, moléculas, galaxias, estrellas, y, posteriormente, las encumbradas realidades de la vida y la conciencia. Han surgido, pues, sistemas progresivamente organizados. Sin embargo, el mantenimiento de estas estructuras vitales genera, a la par, entropía. Así pues, la entropía total del universo crecería aun cuando decreciera la entropía de un sistema en particular. (Volviendo a la analogía de los libros: mientras que existen una infinidad de modos de desparramar una colección de libros por el suelo en desorden, hay uno sólo en el que quedan ordenados alfabéticamente, y, por eso, es necesario invertir en esta tarea mayor trabajo e información).
En conclusión: La flecha de la entropía crece, mientras que la flecha de creciente organización, yendo a contracorriente, desaparece gradualmente.
Entropía y destino del cosmos
La progresiva e inexorable victoria de la entropía sobre la neg-entropía determina la evolución futura de las fuentes generadoras de vida, y, con ésta, el destino de la vida misma. Las estrellas, como principales unidades generadoras de energía, son las directas responsables de las manifestaciones vitales que conocemos. Su tiempo promedio de vida “fértil” oscila entre 10.000 y 15.000 millones de años. Durante esta etapa, las estrellas viven gracias a un sutil equilibrio entre la expansión, causada por la fuerza termonuclear que surge de la transformación del Hidrógeno (H) en Helio (He), y la contracción, producida por la fuerza gravitatoria. Cuando por fin se agote el H por haberse transformado totalmente en He, su temperatura superficial descenderá lentamente, y en su interior comenzará una nueva fusión nuclear (esta vez a partir del He residual de la etapa anterior), que hará que la temperatura interna aumente paralelamente.
La estrella romperá, al cabo, su equilibrio interno; el incremento de las tensiones superficiales ya no podrá ser contenido por la gravedad, y la estrella aumentará considerablemente de tamaño, mientras que su temperatura superficial descenderá, y su cuerpo virará al rojo. El desenlace final de la vida de la estrella dependerá decisivamente de su masa inicial: Puede terminar tanto pacíficamente, en un cuerpo opaco, de ínfima radiación, llamado “enana marrón” (tal será el caso de nuestro sol), como violentamente, en una explosión de supernova.
Las galaxias, en cuyo seno se producen las estrellas, también encontrarán un similar término. Su declinación comenzará dentro de 10.000 millones de años, cuando la mayor parte de las estrellas que hoy contemplamos haya desaparecido. Si bien, surgirán otras nuevas que ocuparán su lugar (en virtud de la contracción de las nubes de gas acumulados en sus brazos espirales), esta materia, al cabo, se agotará. Conforme vayan apartándose unas de otras, las galaxias consumirán todas sus reservas de gas para formar nuevas estrellas, y las antiguas se apagarán y morirán.
Finalmente, llegará el colapso de todas las estrellas en el interior de cada galaxia, dentro de unos 1.000 billones de años. Conforme el universo se expanda, estas menguantes galaxias irán diluyéndose gradualmente, apagándose y extinguiéndose.
En un futuro inconcebiblemente lejano, toda la materia organizada terminará finalmente por desaparecer: Los protones terminarán por decaer o desintegrarse (según las estimaciones más frecuentes, dentro de unos 10 elevado a 37 años), transformándose en un mar inconcebiblemente tenue de partículas disgregadas: fotones, neutrinos, y un número menguante de electrones y positrones, cada vez más alejados unos de otros. Éste sería el último y definitivo acto del cosmos.
La expansión acelerada del cosmos
Hasta hace unos pocos años los cosmólogos suponían que, por lógica consecuencia de la fuerza de gravedad (que actúa como freno a la velocidad de alejamiento de las galaxias), la tasa de expansión del universo se hallaba en constante disminución a partir del “Big Bang” que le dio nacimiento. Por eso, se creía que la cuestión de su destino dependía en gran medida de su cantidad total de materia (es decir, si la velocidad de expansión de las galaxias sería suficientemente rápida como para igualar o vencer la fuerza gravitatoria de la masa total existente). Desde hace ya décadas, los cosmólogos habían ya coincidido mayoritariamente en que el destino más probable era el de expansión indefinida.
Gracias al nuevo descubrimiento referido ya en la nota periodística inicial, este escenario pronosticado, lejos de verse refutado, se manifestaba más cierto y próximo de lo que se había supuesto inicialmente: Los astrónomos advirtieron no sólo que el universo se expandirá para siempre, sino que lo hará a velocidades siempre crecientes. Esto aceleraría aún más su proceso entrópico, aunque la incidencia en el acortamiento de los plazos previstos es aún por demás incierta.
Este aceleramiento se generaría gracias a la llamada “energía del vacío” o “energía oscura” que surge en el nivel cuántico de un espacio aparentemente vacío. En la medida en que el universo se expande, la materia se hace menos densa y la gravitación decrece; así, esta fuerza de repulsión cósmica termina por dominar, causando, en vez de la esperada desaceleración, una aceleración en la velocidad de la expansión. La energía oscura ha venido a constituir, pues, una contrafuerza de la atracción gravitatoria de la materia total existente en el cosmos (sea visible u oscura); aliada al impulso inicial del Big Bang, esta energía ganaría, al cabo, la partida.
Una teoría aún más reciente, conocida como “Big Rip”, asegura que si el universo contuviese suficiente energía oscura, la final consecuencia de su continuo accionar podría comportar no ya un alejamiento acelerado entre galaxias o estrellas, sino un desgarramiento (“rip”) liso y llano de toda la materia, que quedaría convertida en un mar de partículas subatómicas. Asimismo, esta aniquilación cósmica acontecería en un plazo mucho menor que el de las predicciones ya citadas: este estado último se alcanzaría “sólo” dentro de unos 20.000 millones de años (ver el artículo de 2003 en donde R. Caldwell, M. Kamionkowski y N. Weinberg propusieron por vez primera esta teoría: “Phantom Energy and Cosmic Doomsday”).
Más allá de las diversas hipótesis que están siendo elaboradas, las investigaciones actuales a partir de los datos recabados tienden a confirman la inevitable degradación de toda estructura cósmica, y, con ella, la imposibilidad de permanencia de la organización, la vida y la conciencia. Advendría de manera inevitable el “final” del universo; esto es, un hito luego del cual no cabe esperar ulteriores eventos físicos. No sería inadecuado calificar a este panorama, donde ningún suceso significativo alterará ya esa árida esterilidad, de “muerte eterna”.
La esperanza escatológica de Juan Pablo II
Vistas las consecuencias aparentemente inexorables y devastadoras del accionar de la entropía, ¿resulta aún posible esperar desde la fe una consumación definitiva del cosmos y sus creaturas? A menos que se reduzca la fe a un asunto a-histórico entre el individuo y Dios, o que se adopte la actitud de indiferencia de quien no cree concerniente para la fe los pronósticos de la cosmología, no podrá eludirse esta pregunta.
Juan Pablo II (†2005) ha sido, sin duda, uno de los Pontífices que más ha valorado la ciencia, incluyendo sus investigaciones, sus logros y límites, y sus relaciones con la fe. Asumiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II (véase, por ejemplo, el “Mensaje a los hombres del pensamiento y la Ciencia” (8/12/1965) o la Constitución Pastoral “Gaudium et spes”, n. 36), este Papa hizo de la búsqueda de una armonía entre ciencia y fe un tema especialmente predilecto. Las ocasiones en que Juan Pablo II se ha dirigido a científicos en discursos con ocasión de congresos y simposios se cuentan por decenas (unos pocos ejemplos relevantes: “Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias con motivo de la conmemoración del nacimiento de Albert Einstein”, 10/11/1979; “Locución a un grupo internacional de científicos participantes de la Reunión Marcel Grossman sobre Astrofísica Relativista”, 21/6/1985; “Discurso a los participantes de la conferencia ‘Las Fronteras de la Cosmología’” 6/7/1985; “Discurso con ocasión del Jubileo de los científicos”, 25/5/2000; etc.) .
A lo largo de sus numerosos años de pontificado, Juan Pablo II expresó repetida y enfáticamente su aprecio por la actividad científica: Si ésta respeta la dignidad del hombre y pone el mundo a su servicio, goza de plena libertad para indagar la verdad que le es específica a su disciplina, y es acorde a la voluntad divina. En definitiva, el universo es bueno en sí mismo al ser fruto de un gesto gratuito y amoroso del Creador, y posee por ende una verdad íntima que ha de ser explorada y descubierta. “Estos logros científicos proclaman la dignidad del ser humano y aclaran grandemente el rol singular del hombre en el universo” (Juan Pablo II, “Locución a un grupo internacional de científicos participantes de la Reunión Marcel Grossman sobre Astrofísica Relativista”, 21/6/1985).
Hacia el final de su papado, Juan Pablo II enfatizó su deseo de corregir mutuos malentendidos y, “más aún, de dejarnos iluminar por la única Verdad que gobierna el mundo”. En este sentido, verdad científica es “en sí misma una participación en la Verdad divina” (“Discurso a los miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias con ocasión del cuarto centenario de la fundación de esta institución”, 10/11/2003).
Ahora bien, queremos poner de relieve una original reflexión de este Pontífice en su carta al Director del Observatorio Vaticano, P. George Coyne, el 1 de junio de 1988, luego una semana de estudio organizada por el Observatorio Vaticano, con ocasión del tricentenario de la publicación de la “Philosophiae Naturalis Principia Mathematica” de Isaac Newton.
Según el mismo Pontífice relata en esta carta, el encuentro tuvo por propósito “la investigación de “las múltiples relaciones entre la teología, la filosofía y las ciencias naturales” (§ 2). Destaca que se ha entablado el diálogo entre ciencia y religión “a niveles más profundos que antes, y con mayor apertura hacia los puntos de vista de una y otra; hemos comenzado a buscar juntos una comprensión más completa de las disciplinas de una y otra [...] y en especial de las áreas que ambas tienen en común” (§ 9), conservando a la vez tanto la religión como la ciencia “su autonomía y su peculiaridad” [§ 19].
Así pues, este Papa tenía la firme convicción de la importancia de la tarea de procurar hallar un puente entre las perspectivas de la ciencia y de la fe, que permitiera armonizar ambas riveras. ¿Cómo abordar, entonces, el desafío de la cosmología a la escatología cristiana al que nos hemos referido? ¿Puede sostenerse la esperanza cristiana ante el escenario futuro que el accionar de la entropía vaticina? En efecto, Juan Pablo II se pregunta aquí por “las implicaciones escatológicas de la cosmología contemporánea, atendiendo en especial al inmenso futuro de nuestro universo” (§ 24).
Ante la cuestión abierta, así proclama él su esperanza escatológica: Es menester partir de la certeza de la existencia de una unidad de todo en Cristo, “que actúa y está presente en nuestra vida cotidiana”. Es precisamente esta convicción la que “trae consigo la esperanza y la garantía de que la frágil bondad, belleza y vida que contemplamos en el universo se encaminan hacia una perfección y plenificación que no serán aplastadas por las fuerzas de la disolución y la muerte” (§ 10. Las cursivas son nuestras).
Nunca texto magisterial alguno se había pronunciado tan explícitamente sobre la esperanza paulina en la redención cósmica (ver, por ejemplo, Romanos 8,20-22 o Colosenses 1,15-20), teniendo en mente el panorama que nos brinda la cosmología científica.
Continúa Juan Pablo II: Percibimos esta unidad en la creación desde la convicción de “nuestra fe en Jesucristo como Señor del universo”, unidad de cuya exploración la misma física contemporánea “constituye un notable ejemplo”, en su búsqueda de la unificación de las cuatro fuerzas físicas fundamentales”, en un movimiento hacia la convergencia en la comprensión del mundo [§ 13], movimiento de convergencia que se extiende aun a las manifestaciones de la misma vida [§ 14].
En última instancia, mediante esta tendencia hacia la unidad en nuestra peregrinación en la historia, “nos encaminamos el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos»” (Col 1, 20) (Catequesis general del 21/6/1999, n. 5). Cristo es el vencedor sobre toda fuerza destructiva, y su victoria nos hará participar “en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que todo procede” (Catequesis general del 26/5/1999, n. 5).
Algunas breves reflexiones finales
Acabamos de atestiguar la esperanza de Juan Pablo II en una intervención final divina que rescate al cosmos de su destino de muerte entrópica. Ahora bien, más allá de esta confiada confesión, ¿podemos esbozar desde la fe una propuesta que supere la paradoja entre el pronóstico científico de muerte y la esperanza cristiana de plenitud del cosmos?
Consideramos que esta incongruencia es sólo aparente. La contradicción entre la capacidad creativa del universo y los pronósticos cosmológicos de caducidad podría resolverse si se considera que, librado éste a sus propias leyes naturales, resultaría, en última instancia, incapaz de permanecer en un estado de indefinida producción de estructuras generadoras de vida.
Desde esta perspectiva, la 2ª Ley de la Termodinámica pierde su connotación de temida fuerza disgregadora, y se transfigura en manifestación cosmológica de la contingencia ontológica del ser creado. Así como la neg-entropía nos muestra la relativa autonomía y el profundo potencial del cosmos, la entropía remite a la imposibilidad de pensarlo como autosuficiente.
Podemos postular al estado actual del universo como una fase germinal para una nueva condición escatológica, que sólo Dios podrá dar nacimiento con un puro don sobrenatural; caso contrario, (tal como la ciencia nos señala) culminaría en la universal esterilidad física. Dios impedirá que su creación caiga en una extinción de sus leyes físicas y en la aniquilación irreversible de sus fuentes cósmicas de energía, con la subsiguiente imposibilidad de supervivencia de cualquier forma de vida.
En cuanto a la futura situación histórica del hombre, inmediatamente previa a esta consumación cósmica, esperamos una Venida del Señor que, siendo en sí misma trans-histórica, advendrá a y en la historia humana. Así pues, parece entonces acorde con tal esperanza sostener que persistirá alguna configuración de esta humanidad (entendida como la comunidad de seres corpóreo-espirituales descendientes de la presente historia remida por Jesucristo) peregrinando en esa misma historia de la salvación divina cuando advenga la consumación cósmica.
En esta Parusía el universo será asumido y rescatado por el Señor en la totalidad de su duración creada; entonces, finalmente, el tiempo no medirá ya la degradación entrópica, sino la plenitud inagotable de la presencia divina en su creación.
Claudio Bollini es Doctor en Teología por la Universidad Católica Argentina.
Referencias fundamentales
General
Bollini, C., “Evolución del cosmos: ¿Aniquilación o plenitud?”, 2009, Editorial Epifanía.
Bollini, C., El final del universo y la esperanza de “cielos nuevos y tierra nueva
Russell, R. Eschatology and Scientific Cosmology cesch-body.html.
La cuestión del destino del universo en la cosmología actual
Livio, M., The accelerating universe, New York, 2000.
Gangui, A., El Big Bang. La génesis del cosmos actual, Buenos Aires, 2005.
Perlmutter, S., Supernovae, Dark Energy, and the Accelerating Universe.
Hernández, P., Supernovas de tipo Ia y aceleración del univers
Juan Pablo II y la ciencia
Papanicolau, J., Religión y Ciencia en el pensamiento de Juan Pablo II” (Revista Teología 82, 2003/2)
Para la lista de discursos de Juan Pablo II.
Para el texto de la carta de Juan Pablo II al Rev. Coyne.
Vistas las consecuencias aparentemente inexorables y devastadoras del accionar de la entropía, ¿resulta aún posible esperar desde la fe una consumación definitiva del cosmos y sus creaturas? A menos que se reduzca la fe a un asunto a-histórico entre el individuo y Dios, o que se adopte la actitud de indiferencia de quien no cree concerniente para la fe los pronósticos de la cosmología, no podrá eludirse esta pregunta.
Juan Pablo II (†2005) ha sido, sin duda, uno de los Pontífices que más ha valorado la ciencia, incluyendo sus investigaciones, sus logros y límites, y sus relaciones con la fe. Asumiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II (véase, por ejemplo, el “Mensaje a los hombres del pensamiento y la Ciencia” (8/12/1965) o la Constitución Pastoral “Gaudium et spes”, n. 36), este Papa hizo de la búsqueda de una armonía entre ciencia y fe un tema especialmente predilecto. Las ocasiones en que Juan Pablo II se ha dirigido a científicos en discursos con ocasión de congresos y simposios se cuentan por decenas (unos pocos ejemplos relevantes: “Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias con motivo de la conmemoración del nacimiento de Albert Einstein”, 10/11/1979; “Locución a un grupo internacional de científicos participantes de la Reunión Marcel Grossman sobre Astrofísica Relativista”, 21/6/1985; “Discurso a los participantes de la conferencia ‘Las Fronteras de la Cosmología’” 6/7/1985; “Discurso con ocasión del Jubileo de los científicos”, 25/5/2000; etc.) .
A lo largo de sus numerosos años de pontificado, Juan Pablo II expresó repetida y enfáticamente su aprecio por la actividad científica: Si ésta respeta la dignidad del hombre y pone el mundo a su servicio, goza de plena libertad para indagar la verdad que le es específica a su disciplina, y es acorde a la voluntad divina. En definitiva, el universo es bueno en sí mismo al ser fruto de un gesto gratuito y amoroso del Creador, y posee por ende una verdad íntima que ha de ser explorada y descubierta. “Estos logros científicos proclaman la dignidad del ser humano y aclaran grandemente el rol singular del hombre en el universo” (Juan Pablo II, “Locución a un grupo internacional de científicos participantes de la Reunión Marcel Grossman sobre Astrofísica Relativista”, 21/6/1985).
Hacia el final de su papado, Juan Pablo II enfatizó su deseo de corregir mutuos malentendidos y, “más aún, de dejarnos iluminar por la única Verdad que gobierna el mundo”. En este sentido, verdad científica es “en sí misma una participación en la Verdad divina” (“Discurso a los miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias con ocasión del cuarto centenario de la fundación de esta institución”, 10/11/2003).
Ahora bien, queremos poner de relieve una original reflexión de este Pontífice en su carta al Director del Observatorio Vaticano, P. George Coyne, el 1 de junio de 1988, luego una semana de estudio organizada por el Observatorio Vaticano, con ocasión del tricentenario de la publicación de la “Philosophiae Naturalis Principia Mathematica” de Isaac Newton.
Según el mismo Pontífice relata en esta carta, el encuentro tuvo por propósito “la investigación de “las múltiples relaciones entre la teología, la filosofía y las ciencias naturales” (§ 2). Destaca que se ha entablado el diálogo entre ciencia y religión “a niveles más profundos que antes, y con mayor apertura hacia los puntos de vista de una y otra; hemos comenzado a buscar juntos una comprensión más completa de las disciplinas de una y otra [...] y en especial de las áreas que ambas tienen en común” (§ 9), conservando a la vez tanto la religión como la ciencia “su autonomía y su peculiaridad” [§ 19].
Así pues, este Papa tenía la firme convicción de la importancia de la tarea de procurar hallar un puente entre las perspectivas de la ciencia y de la fe, que permitiera armonizar ambas riveras. ¿Cómo abordar, entonces, el desafío de la cosmología a la escatología cristiana al que nos hemos referido? ¿Puede sostenerse la esperanza cristiana ante el escenario futuro que el accionar de la entropía vaticina? En efecto, Juan Pablo II se pregunta aquí por “las implicaciones escatológicas de la cosmología contemporánea, atendiendo en especial al inmenso futuro de nuestro universo” (§ 24).
Ante la cuestión abierta, así proclama él su esperanza escatológica: Es menester partir de la certeza de la existencia de una unidad de todo en Cristo, “que actúa y está presente en nuestra vida cotidiana”. Es precisamente esta convicción la que “trae consigo la esperanza y la garantía de que la frágil bondad, belleza y vida que contemplamos en el universo se encaminan hacia una perfección y plenificación que no serán aplastadas por las fuerzas de la disolución y la muerte” (§ 10. Las cursivas son nuestras).
Nunca texto magisterial alguno se había pronunciado tan explícitamente sobre la esperanza paulina en la redención cósmica (ver, por ejemplo, Romanos 8,20-22 o Colosenses 1,15-20), teniendo en mente el panorama que nos brinda la cosmología científica.
Continúa Juan Pablo II: Percibimos esta unidad en la creación desde la convicción de “nuestra fe en Jesucristo como Señor del universo”, unidad de cuya exploración la misma física contemporánea “constituye un notable ejemplo”, en su búsqueda de la unificación de las cuatro fuerzas físicas fundamentales”, en un movimiento hacia la convergencia en la comprensión del mundo [§ 13], movimiento de convergencia que se extiende aun a las manifestaciones de la misma vida [§ 14].
En última instancia, mediante esta tendencia hacia la unidad en nuestra peregrinación en la historia, “nos encaminamos el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos»” (Col 1, 20) (Catequesis general del 21/6/1999, n. 5). Cristo es el vencedor sobre toda fuerza destructiva, y su victoria nos hará participar “en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que todo procede” (Catequesis general del 26/5/1999, n. 5).
Algunas breves reflexiones finales
Acabamos de atestiguar la esperanza de Juan Pablo II en una intervención final divina que rescate al cosmos de su destino de muerte entrópica. Ahora bien, más allá de esta confiada confesión, ¿podemos esbozar desde la fe una propuesta que supere la paradoja entre el pronóstico científico de muerte y la esperanza cristiana de plenitud del cosmos?
Consideramos que esta incongruencia es sólo aparente. La contradicción entre la capacidad creativa del universo y los pronósticos cosmológicos de caducidad podría resolverse si se considera que, librado éste a sus propias leyes naturales, resultaría, en última instancia, incapaz de permanecer en un estado de indefinida producción de estructuras generadoras de vida.
Desde esta perspectiva, la 2ª Ley de la Termodinámica pierde su connotación de temida fuerza disgregadora, y se transfigura en manifestación cosmológica de la contingencia ontológica del ser creado. Así como la neg-entropía nos muestra la relativa autonomía y el profundo potencial del cosmos, la entropía remite a la imposibilidad de pensarlo como autosuficiente.
Podemos postular al estado actual del universo como una fase germinal para una nueva condición escatológica, que sólo Dios podrá dar nacimiento con un puro don sobrenatural; caso contrario, (tal como la ciencia nos señala) culminaría en la universal esterilidad física. Dios impedirá que su creación caiga en una extinción de sus leyes físicas y en la aniquilación irreversible de sus fuentes cósmicas de energía, con la subsiguiente imposibilidad de supervivencia de cualquier forma de vida.
En cuanto a la futura situación histórica del hombre, inmediatamente previa a esta consumación cósmica, esperamos una Venida del Señor que, siendo en sí misma trans-histórica, advendrá a y en la historia humana. Así pues, parece entonces acorde con tal esperanza sostener que persistirá alguna configuración de esta humanidad (entendida como la comunidad de seres corpóreo-espirituales descendientes de la presente historia remida por Jesucristo) peregrinando en esa misma historia de la salvación divina cuando advenga la consumación cósmica.
En esta Parusía el universo será asumido y rescatado por el Señor en la totalidad de su duración creada; entonces, finalmente, el tiempo no medirá ya la degradación entrópica, sino la plenitud inagotable de la presencia divina en su creación.
Claudio Bollini es Doctor en Teología por la Universidad Católica Argentina.
Referencias fundamentales
General
Bollini, C., “Evolución del cosmos: ¿Aniquilación o plenitud?”, 2009, Editorial Epifanía.
Bollini, C., El final del universo y la esperanza de “cielos nuevos y tierra nueva
Russell, R. Eschatology and Scientific Cosmology cesch-body.html.
La cuestión del destino del universo en la cosmología actual
Livio, M., The accelerating universe, New York, 2000.
Gangui, A., El Big Bang. La génesis del cosmos actual, Buenos Aires, 2005.
Perlmutter, S., Supernovae, Dark Energy, and the Accelerating Universe.
Hernández, P., Supernovas de tipo Ia y aceleración del univers
Juan Pablo II y la ciencia
Papanicolau, J., Religión y Ciencia en el pensamiento de Juan Pablo II” (Revista Teología 82, 2003/2)
Para la lista de discursos de Juan Pablo II.
Para el texto de la carta de Juan Pablo II al Rev. Coyne.