¿Fue Darwin un fanático de la ciencia?
Según algunos científicos, hemos sido demasiado tolerantes con las creencias religiosas. Deberíamos haber elevado el tono de nuestras protestas ante los desmanes derivados de la fe mal entendida.
Sin salirse del bando agnóstico caben otras posturas, si se quiere, menos militantes y no menos eficaces. Paradójicamente, ésa era la concepción del propio Darwin, expuesta en una de sus cartas que descubrí en Londres hace apenas unos días. Es asombrosa esa mezcla de defensa radical de la libertad de pensamiento y tolerancia. Dice Charles Darwin en su carta:
«Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo –equivocadamente o no–, que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Es por ello que siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión limitándome a la ciencia».
Es fascinante constatar hasta qué punto Darwin tuvo excelso cuidado en mantener el rigor de sus planteamientos científicos sin herir a los que no los compartían. En este sentido –y a nivel anecdótico–, no me digan que no era enternecedora la actitud de Emma, la esposa de Darwin, profundamente religiosa, cuando repetía a sus amigos que el mayor de sus pesares era «saber que Charles no podría acompañarla en la otra vida» por culpa de su agnosticismo. Lo que la apesadumbraba a ella era que el Dios todopoderoso no quisiera conciliar el buen carácter con el agnosticismo de su marido. Y lo que a él lo apenaba, con toda probabilidad, era que muchos confundieran la libertad de pensamiento que él predicaba recurriendo a la ciencia con ataques gratuitos a los que no compartían esa convicción.
No cabe duda de que la relación entre la gente que profesa una religión y los agnósticos está cambiando. ¿En qué sentido? En primer lugar, la irrupción de la ciencia en la cultura popular permite descartar convicciones que parecían antes intocables: hasta Darwin, gran parte de la comunidad científica, y desde luego toda la religiosa, estaba convencida de que la vida del universo había empezado hacía cinco mil años, en lugar de los trece mil millones que, ahora se sabe, transcurrieron desde la explosión del big bang hasta nuestros días; dando amplio tiempo con ello para que la selección natural fuera modulando la evolución de las distintas especies.
En segundo lugar, los continuados agravios e injusticias que siguen sufriendo –a raíz del machismo y maltrato de género, en particular– los colectivos partidarios de impulsar la modernidad en sus propias culturas suscitan solidaridades mucho más profundas y extensas que en el pasado. Yo he visto con mis propios ojos en plena Quinta Avenida de Nueva York, pocos días después del ataque terrorista a las Torres, una pancarta que rezaba «In God we trust» («En Dios confiamos»), mientras en la acera opuesta alguien, enardecido, le gritaba al portaestandarte: «Falk’ you!» («¡Que te den!»).
No es difícil predecir que pronto volveremos a estar inmersos en un debate en torno a la religión, no necesariamente más virulento que antes, pero sí más extendido socialmente y algo más fundamentado. A la ciencia y a los científicos les va a resultar más difícil que en tiempos de Darwin mantener silencio en ese debate, entre otras mil cosas, porque ahora faltan sólo ‘cuatro días’ para que se pueda fabricar vida sintética –bacterias, concretamente– en el laboratorio. La ciencia, en eso Darwin tenía razón, es el mejor estímulo para la libertad de pensamiento. Siempre y cuando sepamos conciliar como él los planteamientos rigurosos con modales atinados.
Sin salirse del bando agnóstico caben otras posturas, si se quiere, menos militantes y no menos eficaces. Paradójicamente, ésa era la concepción del propio Darwin, expuesta en una de sus cartas que descubrí en Londres hace apenas unos días. Es asombrosa esa mezcla de defensa radical de la libertad de pensamiento y tolerancia. Dice Charles Darwin en su carta:
«Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo –equivocadamente o no–, que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Es por ello que siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión limitándome a la ciencia».
Es fascinante constatar hasta qué punto Darwin tuvo excelso cuidado en mantener el rigor de sus planteamientos científicos sin herir a los que no los compartían. En este sentido –y a nivel anecdótico–, no me digan que no era enternecedora la actitud de Emma, la esposa de Darwin, profundamente religiosa, cuando repetía a sus amigos que el mayor de sus pesares era «saber que Charles no podría acompañarla en la otra vida» por culpa de su agnosticismo. Lo que la apesadumbraba a ella era que el Dios todopoderoso no quisiera conciliar el buen carácter con el agnosticismo de su marido. Y lo que a él lo apenaba, con toda probabilidad, era que muchos confundieran la libertad de pensamiento que él predicaba recurriendo a la ciencia con ataques gratuitos a los que no compartían esa convicción.
No cabe duda de que la relación entre la gente que profesa una religión y los agnósticos está cambiando. ¿En qué sentido? En primer lugar, la irrupción de la ciencia en la cultura popular permite descartar convicciones que parecían antes intocables: hasta Darwin, gran parte de la comunidad científica, y desde luego toda la religiosa, estaba convencida de que la vida del universo había empezado hacía cinco mil años, en lugar de los trece mil millones que, ahora se sabe, transcurrieron desde la explosión del big bang hasta nuestros días; dando amplio tiempo con ello para que la selección natural fuera modulando la evolución de las distintas especies.
En segundo lugar, los continuados agravios e injusticias que siguen sufriendo –a raíz del machismo y maltrato de género, en particular– los colectivos partidarios de impulsar la modernidad en sus propias culturas suscitan solidaridades mucho más profundas y extensas que en el pasado. Yo he visto con mis propios ojos en plena Quinta Avenida de Nueva York, pocos días después del ataque terrorista a las Torres, una pancarta que rezaba «In God we trust» («En Dios confiamos»), mientras en la acera opuesta alguien, enardecido, le gritaba al portaestandarte: «Falk’ you!» («¡Que te den!»).
No es difícil predecir que pronto volveremos a estar inmersos en un debate en torno a la religión, no necesariamente más virulento que antes, pero sí más extendido socialmente y algo más fundamentado. A la ciencia y a los científicos les va a resultar más difícil que en tiempos de Darwin mantener silencio en ese debate, entre otras mil cosas, porque ahora faltan sólo ‘cuatro días’ para que se pueda fabricar vida sintética –bacterias, concretamente– en el laboratorio. La ciencia, en eso Darwin tenía razón, es el mejor estímulo para la libertad de pensamiento. Siempre y cuando sepamos conciliar como él los planteamientos rigurosos con modales atinados.